En los últimos tiempos, parecía otra persona: ya no frecuentaba ni a sus amigos ni a su familia, parecía que lo único que le importaba era esa pintura. Terminarla era su obsesión, como si algo le esperase al final de ese recorrido.
Se levantaba y optaba por una taza de café negro, fuerte. Se paraba frente al lienzo por horas solo para saber donde sería el lugar preciso para colocar la siguiente pincelada. No podía cometer errores. Luego, tomaba el pincel y lo apretaba fuerte entre sus dedos, una sensación helada recorría lentamente su espina dorsal y una descarga posterior en sus dedos era la señal para efectuar el trazo.
Cuando llegaba la tarde y caía el sol, se tomaba unos minutos para sentarse en el balcón que daba a la calle con un cigarrillo en mano y ver pasar a la gente. Pensaba que alguna vez había formado parte de esa humanidad que caminaba despreocupada por las calles del barrio, simplemente perdidas en la bohemia, los anticuarios y el empedrado que transportaban a otras épocas. De vez en cuando, una milonga resonaba desde el interior de algún conventillo y una lágrima asomaba a sus ojos. Era la señal para levantarse y volver al búnker, porque en eso se había transformado su hogar desde hace unos años, cuando por primera vez vino a su mente la idea de “la” pintura para no irse más.
Parado frente a esta sabía que ya no quedaba tanto, que el trabajo estaba concluyendo. Repentinamente, una ola de sensaciones lo embargaba: alivio, cansancio y una profunda melancolía. Sabía que era hora de ir a dormir.
Acostado en lo que supo ser en algún momento una cama, miraba cómo las luces de la calle reflejaban en el cielo raso y el bullicio de la gente en las calles. No se sentía tan solo. Podía dormir.
Aquella mañana, despertó con una punzada en la boca del estómago. Acto reflejo, abrió los ojos y notó que no era un día más. Había llegado el día.
Intentando repetir la rutina de estos últimos años, se dispuso a preparar el café negro que lo despabilaba, pero ya no había más.
¿Qué iba a hacer, salir a comprar?... No podía detenerse en esas minucias.
Abrió el ventanal y se encontró con una bruma y una humedad que no favorecían en lo absoluto su trabajo. Cerrar implicaba no escuchar los murmullos de la calle, de alguna manera, seguir en contacto con el exterior. La tarea era más importante.
Cerró el ventanal y el silencio lo invadió todo. Trabajó de corrido hasta el atardecer y se dirigió a fumar su cigarrillo al balcón. De repente, el estallido que hizo una bandeja al caer al piso hizo que su mirada se dirigiera al bar de enfrente. En ese instante, la vio.
En ese instante, ella lo vio.
Su mirada vacía lo observaba fijamente y Él no podía apartar la vista. Sabía que debía entrar. Quedaba poco. Decidió darse unos minutos más. Los últimos minutos. Al fin y al cabo los merecía. Había dejado todo: familia, amigos, amores, viajes.
Por un segundo, se preguntó si había tenido sentido, pero no se atrevió a ahondar en ese pensamiento. Un impulso repentinamente lo obligó a levantarse, darse media vuelta y entrar.
Parado frente a la pintura, se dispuso a dar las últimas dos pinceladas. Terminado, ordenó sus elementos de trabajo, acercó el sillón y se sentó a contemplarla.
Una mano tocó su hombro, sabía que había llegado la hora.